martes, 23 de octubre de 2018



Siguiendo la serie que comenzamos la semana pasada, publicamos los dos cuentos que han sido merecedores de la mención especial del III Concurso de Cuentos de la Asociación Escuela Benaiges.


TITULO: MAR, EL PODER DEL MAR

AUTOR: Sara Rojas Fernández




Mar, el poder del mar

Con los ojos cerrados Cosme aún veía el azul de mil azules del mar. Su mente trazaba perfectamente la línea que separaba el cielo del agua, esa línea llena de curvas en movimiento constante. Notaba el sol que se escondía a espaldas de la superficie del agua reflejando los tonos naranjas, rojos y amarillos y calentándole los hombros.
Sentía el agudo chillido de las gaviotas sobrevolando los muelles sacudidos constantemente por las olas. Saboreaba la sal que quedaba en la cara después de que el agua se evaporase. Se dejaba llevar por el sonido que como un mantra arrullaba sus pensamientos hasta sosegarlos.
Todos lo habían descrito con tanta pasión que tomando detalles de aquí y allá cada uno se configuraba su propio océano. Ellos, que el único mar que conocían era el que cambiaba de color según avanzaba el año. Marrón al principio, tierra cansada y vacía que esperaba la siembra para volverse verde. Al principio un verde tímido casi inapreciable que sería el gran protagonista a mediados de la primavera con distintas tonalidades según el cultivo. Más adelante dorado, amarillo, con salpicaduras rojas y moradas. Y luego otra vez marrón. Colores conocidos y con miles de matices. Pero nunca, nunca azul. Nunca otro azul que no fuera el del cielo. Nunca un azul que se reflejase en ningún sitio. No, nunca azul. En los mares de trigo de las Lomas y la Bureba no había barcos anclados esperando a pleamar, no había chalupas ni barcas varadas en la arena. No había boyas ni faros que protegieran de rocas y peligros. Solo había mulas exhaustas tirando de arados que hendían sus cuchillas en la tierra para sangrarla y arrancarla su fruto. Había mojones que señalaban pasivos las lindes entre una y otra finca, impensable en un mar que se antojaba sin fronteras.

Nunca habían visto el mar hasta aquel curso en el que se les llenaron los oídos de rumor de caracolas, de salitre y olas. Aquel maestro venido del mar les había pedido que describieran algo que no habían visto, algo que solo conocían de los mapas que tan injustos son con el mar. La cordillera Bética y Penibética, el Sistema Central, los Pirineos. Todos tenían distintos marrones según su altura. El valle del Ebro, la depresión del Guadalquivir. Verde oscuro y claro para denotar su profundidad. Pero el mar solo contaba con un azul monocromático y hierático que rodeaba la tierra como un marco rodea un cuadro, poniendo límites cuando lo que hacía era precisamente lo contrario. El mar, les había contado, se movía no solo con sus olas, sino arriba y abajo, como un pecho que respira. El mar renovaba la arena y refrescaba el aire. El mar contenía vida y la contagiaba al aire y a la tierra. El mar nutría al hombre en tierra y a las nubes en el cielo. Todo eso les habían contado del mar.

Y con todos esos detalles cada uno construyó su mar. Cada niño del pueblo pintó con letras aquella maravilla de la que les habían hablado. Cada chico, cada chica del pueblo se olvidó por unos días de si había que sembrar o si tenían que remendar para surcar el mar que habían imaginado. Se libraron de las tablas de multiplicar, de las enciclopedias y la ortografía, se embarcaron en un viaje que les enseñaría el poder de la imaginación.
Sobre todo a él. Sobre todo a Cosme.

Se levantaba cansado y desayunaba un mendrugo de pan untado en leche fresca. Se vestía con la misma ropa de todos los días e iba al colegio. Recitaba, memorizaba y volvía a casa olvidando si el pretérito pluscuamperfecto era anterior o subjuntivo. Hacía las labores que le encomendaban en casa y después de cenar y rezar se acostaba igualmente cansado. Hasta que aquel maestro llegó al pueblo y le enseñó los colores del mar que no conocía. Entonces empezó a salir disparado de la cama a la cocina, aseado y vestido, sin arrastrar los pies sino volando. Engullía el desayuno y olvidaba el bastón junto a la puerta. Ya no lo necesitaba. Ya no le penaba que sus ojos estropeados no pudieran ver, ya había aprendido a mirar desde su cabeza, había rellenado los grises con colores vivos y a la vez que vivió su mar, pintó la sonrisa en su cara.

Un día que a Cosme se le antojó gris, el maestro no volvió de la capital. Solo llegaron noticias aciagas y un nuevo viejo maestro. Volvieron las tablas de multiplicar, las tizas y la letanía de lecciones memorizadas y no entendidas. Hasta desaparecieron colores de las banderas. Volvió el cansancio y la sombra a la cara de los chicos.
El gris les había hecho prisioneros a todos, menos a Cosme. Él sabía que la lección que había aprendido trascendía los límites de lo académico, le habían dado un arma que jamás le podrían quitar, le habían regalado el don de ver sin necesidad de tener que mirar.

Años después de la guerra Cosme por fin se acercó a la costa. Se remangó los pantalones y anduvo por la arena hasta la orilla. Dejó que las olas lamieran sus pies y que le salpicaran la cara. Se agachó para hundir sus manos en la arena y después limpiarlas con el agua. Saboreó la sal de sus manos y dejó que las lágrimas de felicidad se unieran a su tan amado mar. Supo que siempre había estado acertado, que aquel mar y todos los mares eran su mar. Se acordó de aquel maestro que le enseñó a volar sin alas y a ver sin ojos y solo pudo murmurar un gracias que salió desde su corazón. Caminó de vuelta hacia el paseo mientras sentía aquel conocido calor que templaba su espalda como en aquella escuela, en aquel pueblo, en aquel curso de 1936.

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TITULO: OCHO PALABRAS

AUTORA: Alba García Sanjuanes






Ocho palabras
Era un día de otoño gris. El sol parecía haberse quedado dormido y, en su lugar, las nubes habían invadido el cielo; dejaban caer gruesas gotas de lluvia, que un viento furioso recogía entre sus corrientes de aire y enviaba hacia lugares insospechados.

Elia miraba por la ventana del pequeño autobús escolar que la llevaba de regreso a casa. Se fijó en las gotas que golpeaban el cristal y en los dibujos abstractos que dejaban a su paso. Si seguía haciendo así, pensó, pronto iría a pasear por el monte; a buscar setas, con sus padres y su hermano pequeño. Le encantaba perderse entre los pinos, con todos los sentidos alerta, porque en cualquier momento podía encontrar una numerosa familia de hongos. Muchas veces estaban ocultos entre la hojarasca y en ocasiones se les veía acechar entre las sombras. ¡Si tuviesen pies, en vez de raíces, se habrían echado a correr!

Su mente volvió a la realidad y recordó la historia que le habían mandado escribir en el colegio. La nueva propuesta le había parecido más interesante que la redacción anterior. Aquella trataba sobre "¿Qué te gustaría ser de mayor?" Elia había escrito sobre su interés por ser actriz o directora y hacer películas. No se esmeró mucho. El trasfondo, escondido en aquellas palabras apresuradas, era vivir las aventuras que ocurrían dentro de la gran pantalla. Pero eso no lo puso.

Cada vez que iba al cine guardaba las entradas, junto al recorte del cartel en blanco y negro que aparecía en el periódico. Sin embargo; más que el séptimo arte, le gustaban los libros. Su amor por las historias albergadas en los volúmenes comenzó a cultivarse desde su más tierna infancia. Todas las noches, antes de que su mente se viese inmersa en el mundo de los sueños, su padre les leía un capítulo de las Mil y una noches. Su hermano y ella, acurrucados bajo las sábanas, no perdían detalle de los relatos entrelazados que narraba Sherezade al sultán.
Uno de los libros favoritos de Elia era La historia Interminable de Michael Ende. Cuando vio la película quedó cautivada, pero siguió queriendo perderse entre sus páginas. Sentirse Bastian y poder sobrevolar el mundo de Fantasía a lomos de Fújur.

Esta vez tenía que inventarse un cuento en el que apareciesen ocho palabras que tuviesen especial relevancia dentro de la trama. Sacó el cuaderno de la mochila. Leyó detenidamente los términos que había dictado esa misma mañana la profesora y que habían quedado plasmados en el papel milimetrado: pueblo, fuente, niño, peonza, anciano, gato, bruja y árbol.

Su imaginación de niña comenzó a crear un escenario para el cuento...
Una pequeña aldea escondida entre las montañas. Tendría casitas bajas con postigos de madera y calles empedradas. Todas las mañanas los pájaros saludarían al amanecer con hermosas melodías anunciando una nueva jornada.

No le gustaba la soledad que se había instalado en su pueblo y que parecía haber deshecho las maletas para quedarse. En invierno uno era capaz de escuchar el eco de sus pisadas al caminar y no cruzarse con nadie.

Durante el día, en su pueblo imaginario, el bullicio invadiría todos los rincones. Por la noche los grillos cantarían nanas que harían caer en un sueño dulce a sus habitantes.

En el epicentro de la pintoresca localidad, se alzaría una antigua fuente de piedra. Estaría formada por un pequeño estanque lleno de peces de colores y fa estatua de una mujer, condenada a verter agua de su cántaro sin descaso. En tomo a ella se articularía la plaza, salpicada de tiendecitas con escaparates que mostrarían diversidad de productos para todos los gustos.

Uno de los protagonistas sería un niño, Martín...

Martín, como cada mañana que pasaba de camino a la escuela, tenía por costumbre pararse a observar una peonza que decoraba, junto a otros juguetes de madera, uno de los escaparates. Le tenía embelesado. Anhelaba poder hacerla girar y fusionar sus colores hasta formar un torbellino imparable sobre su eje metálico.

Martín era un niño bueno. En casa ayudaba a sus padres, era obediente y jugaba a cartas con su abuela. Quería rendir en la escuela. De veras que lo intentaba, pero solía acabar dormido o mirando distraído por la ventana. Esperaba paciente que las agujas del enorme reloj, situado sobre la pizarra, señalasen la hora de salida.

Esa mañana, un hecho inesperado le hizo volverse un poquito malo. El propietario de la tienda estaba despistado, hablando con un hombre de gesto de pocos amigos y cara del color del pimentón agridulce. Iba embutido en un traje muy elegante que parecía querer salir de su cuerpo. Los botones y costuras gritaban pidiendo auxilio. El niño aprovechó ese lapso de tiempo para colarse en la estancia y, en décimas de segundo, agarró la preciada peonza; se la guardó en el bolsillo del abrigo y se alejó de la escena. Sus pies y manos actuaron solos. Era tal el deseo de poseer aquel objeto que no se paró a pensar en lo que estaba haciendo. No tuvo sentimiento alguno de culpa ni un ápice de remordimiento. Sentía la felicidad de tener, por fin, una peonza.

El dueño de la tiendecita era un anciano que llevaba más de media vida creando juguetes de la madera. No había cosa que le gustase más que sentir la alegría de los niños al disfrutar de las piezas que él mismo tallaba. Los observaba en la plaza, se sentía orgulloso y partícipe a la vez de esa felicidad tan única e irrepetible.

Ese día estaba triste. No por descubrir que había desaparecido una peonza de la vitrina, si no por la visita inesperada del dueño del establecimiento. Quería subirle el alquiler y no podía hacer frente a esa nueva cantidad. ¿Qué iba a ser de él? Cabizbajo cerró la persiana de la tiendecita y se perdió por las callejuelas, en dirección a su casa.

Martín no se atrevió a mostrar la peonza en clase. De vez en cuando metía la mano en el bolsillo y buscaba en el fondo, para comprobar que aún seguía allí. Oculta, aguardaba poder ser libre y danzar sobre su pie, aún sin desgastar por el contacto con el suelo.

Al salir del colegio, no consiguió bailar la peonza. Justo cuando estaba a punto de lanzarla al aire, un gélido viento comenzó a envolverle lentamente. Creyó ver a la mujer de la fuente con los brazos extendidos hacía él. Sintió empequeñecerse. Intentó pedir ayuda. De su boca no salieron palabras, solo aullidos lastimeros... ¡Se había convertido en un gato!

La estatua de la fuente había observado todo lo ocurrido y quiso dar una lección al niño. Miles de años atrás había sido una temible bruja que surcaba los cielos sobre su escoba de sarmientos. La gente procuraba no decir su nombre. Si algún osado se atrevía a pronunciarlo, todos se estremecían de miedo. Un mago la condenó a pasar toda la eternidad convertida en piedra. Las imparables manillas del reloj del tiempo la habían ido cambiado sin darse cuenta. Su corazón frío e impasible fue, poco a poco, llenándose de sentimientos al observar las vidas de los otros. La estatua tenía un especial cariño por el anciano que deseaba hacer felices a los niños y dibujar una sonrisa en sus rostros.





Martín, asustado, corrió sin rumbo. Se tropezaba una y otra vez con las patas que no conseguía coordinar. Intentó subir a uno
de los árboles de la plaza para esconderse.
Tras varios intentos fallidos, consiguió
llegar a las alturas clavando las garras en la rugosa corteza. Una vez arriba, se escondió entre las ramas. Se hizo un ovillo y se durmió pensando que todo era una pesadilla.

A la mañana siguiente se despertó. Se estiró con tranquilidad y abrió los ojos desorientado. ¡Estaba en la copa del árbol y seguía siendo un gato!
El anciano llegó a su tiendecita, abrió la puerta, encendió las luces y puso todo a punto. Se sentó en el peldaño, recubierto con losetas, de la entrada y comenzó a comer una manzana reineta. Era su costumbre matinal. Disfrutar de la plaza, aún vacía, mientras saboreaba una pieza de fruta.

Su mirada cansada se posó en uno de los castaños cercanos a la fuente y en el gato que intentaba bajar de sus ramas. Entró de nuevo en la tienda y salió con una escalera bajo el brazo. La colocó apoyada en el tronco y subió decidido a ayudar al felino.

- Ven, bonito, ven. No quiero hacerte daño. ¡Mira que no poder bajar! No te preocupes, está aquí Braulio para ayudarte.

Martín vio como unas manos toscas intentaban aferrarlo y se alejó de ellas. Finalmente le atraparon.

Braulio lo llevó consigo al interior del taller. Lo dejó en el suelo, sobre su chaqueta, y retomó su labor. Estaba tallando un avión de madera.
Pasaban las horas y nadie cruzaba el umbral. De vez en cuando, algún niño pegaba las manos al cristal dejando sus huellas. Martín sintió la tristeza en aquel lugar. Tuvo que luchar contra ella para que no quedar atrapado. Se acercó al anciano. De un brinco, se subió a la mesa de trabajo y le puso una patita en la cara.

- Eres un gatito muy simpático. ¡Tengo un gran pesar! Ya nadie se interesa por mis juguetes. De todas formas... ¿qué más da? Dentro de nada tendré que cerrar.

Así fue como el niño se enteró de la pena del anciano. Se sintió muy mal por haberle robado la peonza. Tenía algunas monedas ahorradas ... ¿Cómo había podido hacer algo así?

Martín permaneció atento, apenas sin pestañear, escuchando a Braulio hablar. Le contó acerca de su niñez. Eran once hermanos. Vivían en un pueblecito pequeño y humilde en el que la mayor parte de las familias trabajaban en el campo. Sus hermanos mayores pronto pusieron rumbo a la gran ciudad. Allí encontraron trabajo y un hogar entre bloques de hormigón y calles de asfalto.
Él, en cambio, quiso hacer algo diferente. Todo fue gracias a un profesor, que le animó a dedicarse a lo que le gustaba. "Todos tenemos algún don y no debemos desaprovecharlo". Le dijo una vez, al descubrirle tallando en clase un soldadito de madera. ¡Su querido maestro! ... También recordaba la imprenta de gelatina con la que hacían las copias del periódico de la escuela. Los ejemplares todavía los conservaba como un tesoro, dentro de un baúl.

Sin darse cuenta, llegó la noche y el manto de estrellas iluminó el firmamento. Braulio se puso su abrigo de cuadros y se enroscó la bufanda alrededor del cuello. Martín se despidió del anciano como lo haría un gato y regresó a la copa del árbol que le daba cobijo. Allí se volvió a hacer una bolita y se durmió.

La estatua pensó que ya era hora de dar por finalizada la lección. Revirtió el hechizo en un abrir y cerrar de ojos. Martín se despertó en su mullida cama, pensando que todo había sido fruto de su imaginación. ¿O quizás no?... ¡Una hoja de castaño descansaba sobre su almohada!

El niño quiso ayudar al anciano. Remendó su acción, entrando en la tienda, pidiendo perdón y comprando la peonza.
En el colegio jugó con ella en el patio y todos los niños desearon tener una igual.

Así fue como la tienda de Braulio volvió a ser lo que era antaño. Se llenó clientes y pudo pagar el alquiler.

Elia llegó a casa junto a su hermano. Saludaron a su padre. Su madre todavía estaba por llegar del trabajo.

- ¿Qué tal hoy en la escuela? - Les preguntó su padre. Elia respondió con una voz aguda, cargada de emoción:

La profesora nos ha dictado ocho palabras y con ellas tenemos que crear una historia.


 

 

 

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