Siguiendo la serie que comenzamos la semana pasada, publicamos los dos cuentos que han sido merecedores de la mención especial del III Concurso de Cuentos de la Asociación Escuela Benaiges.
TITULO: MAR, EL PODER
DEL MAR
AUTOR: Sara Rojas
Fernández
Mar, el poder del mar
Con los ojos cerrados Cosme aún veía el
azul de mil azules del mar. Su mente trazaba perfectamente la línea que
separaba el cielo del agua, esa línea llena de curvas en movimiento constante.
Notaba el sol que se escondía a espaldas de la superficie del agua reflejando
los tonos naranjas, rojos y amarillos y calentándole los hombros.
Sentía el
agudo chillido de las gaviotas sobrevolando los muelles sacudidos
constantemente por las olas. Saboreaba la sal que quedaba en la cara después de
que el agua se evaporase. Se dejaba llevar por el sonido que como un mantra
arrullaba sus pensamientos hasta sosegarlos.
Todos lo
habían descrito con tanta pasión que tomando detalles de aquí y allá cada uno
se configuraba su propio océano. Ellos, que el único mar que conocían era el
que cambiaba de color según avanzaba el año. Marrón al principio, tierra
cansada y vacía que esperaba la siembra para volverse verde. Al principio un
verde tímido casi inapreciable que sería el gran protagonista a mediados de la
primavera con distintas tonalidades según el cultivo. Más adelante dorado,
amarillo, con salpicaduras rojas y moradas. Y luego otra vez marrón. Colores
conocidos y con miles de matices. Pero nunca, nunca azul. Nunca otro azul que
no fuera el del cielo. Nunca un azul que se reflejase en ningún sitio. No,
nunca azul. En los mares de trigo de las Lomas y la Bureba no había barcos
anclados esperando a pleamar, no había chalupas ni barcas varadas en la arena.
No había boyas ni faros que protegieran de rocas y peligros. Solo había mulas
exhaustas tirando de arados que hendían sus cuchillas en la tierra para
sangrarla y arrancarla su fruto. Había mojones que señalaban pasivos las lindes
entre una y otra finca, impensable en un mar que se antojaba sin fronteras.
Nunca habían
visto el mar hasta aquel curso en el que se les llenaron los oídos de rumor de
caracolas, de salitre y olas. Aquel maestro venido del mar les había pedido que
describieran algo que no habían visto, algo que solo conocían de los mapas que
tan injustos son con el mar. La cordillera Bética y Penibética, el Sistema
Central, los Pirineos. Todos tenían distintos marrones según su altura. El
valle del Ebro, la depresión del Guadalquivir. Verde oscuro y claro para
denotar su profundidad. Pero el mar solo contaba con un azul
monocromático y hierático que rodeaba la tierra como un marco rodea un cuadro,
poniendo límites cuando lo que hacía era precisamente lo contrario. El mar, les había contado, se movía no
solo con sus olas, sino arriba y abajo, como un pecho que respira. El mar renovaba la arena y refrescaba el aire. El
mar contenía vida y la
contagiaba al aire y a la tierra. El mar nutría al hombre en tierra y a las
nubes en el cielo. Todo eso les habían contado del mar.
Y con todos
esos detalles cada uno construyó su mar. Cada niño del pueblo pintó con letras
aquella maravilla de la que les habían hablado. Cada chico, cada chica del
pueblo se olvidó por unos días de si había que sembrar o si tenían que remendar
para surcar el mar que habían imaginado. Se libraron de las tablas de
multiplicar, de las enciclopedias y la ortografía, se embarcaron en un viaje
que les enseñaría el poder de la imaginación.
Sobre todo a él. Sobre todo a Cosme.
Se levantaba cansado y desayunaba un
mendrugo de pan untado en leche fresca. Se vestía con la misma ropa de todos
los días e iba al colegio. Recitaba, memorizaba y volvía a casa olvidando si el
pretérito pluscuamperfecto era anterior o subjuntivo. Hacía las labores que le
encomendaban en casa y después de cenar y rezar se acostaba igualmente cansado.
Hasta que aquel maestro llegó al pueblo y le enseñó los colores del mar que no
conocía. Entonces empezó a salir disparado de la cama a la cocina, aseado y
vestido, sin arrastrar los pies sino volando. Engullía el desayuno y olvidaba
el bastón junto a la puerta. Ya no lo necesitaba. Ya no le penaba que sus ojos
estropeados no pudieran ver, ya había aprendido a mirar desde su cabeza, había
rellenado los grises con colores vivos y a la vez que vivió su mar, pintó la
sonrisa en su cara.
Un día que a Cosme se le antojó gris,
el maestro no volvió de la capital. Solo llegaron noticias aciagas y un nuevo
viejo maestro. Volvieron las tablas de multiplicar, las tizas y la letanía de
lecciones memorizadas y no entendidas. Hasta desaparecieron colores de las
banderas. Volvió el cansancio y la sombra a la cara de los chicos.
El gris les había hecho prisioneros a
todos, menos a Cosme. Él sabía que la lección que había aprendido trascendía
los límites de lo académico, le habían dado un arma que jamás le podrían
quitar, le habían regalado el don de ver sin necesidad de tener que mirar.
Años después de la guerra Cosme por fin
se acercó a la costa. Se remangó los pantalones y anduvo por la arena hasta la
orilla. Dejó que las olas lamieran sus pies y que le salpicaran la cara. Se
agachó para hundir sus manos en la arena y después limpiarlas con el agua.
Saboreó la sal de sus manos y dejó que las lágrimas de felicidad se unieran a
su tan amado mar. Supo que siempre había estado acertado, que aquel mar y todos
los mares eran su mar. Se acordó de aquel maestro que le enseñó a volar sin
alas y a ver sin ojos y solo pudo murmurar un gracias que salió desde su
corazón. Caminó de vuelta hacia el paseo mientras sentía aquel conocido calor
que templaba su espalda como en aquella escuela, en aquel pueblo, en aquel
curso de 1936.
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TITULO: OCHO PALABRAS
AUTORA: Alba García Sanjuanes
Ocho palabras
Era un día de otoño gris. El sol
parecía haberse quedado dormido y, en su lugar, las nubes habían invadido el
cielo; dejaban caer gruesas gotas de lluvia, que un viento furioso recogía
entre sus corrientes de aire y enviaba hacia lugares insospechados.
Elia miraba por la ventana del pequeño
autobús escolar que la llevaba de regreso a casa. Se fijó en las gotas que
golpeaban el cristal y en los dibujos abstractos que dejaban a su paso. Si
seguía haciendo así, pensó, pronto iría a pasear por el monte; a buscar setas,
con sus padres y su hermano pequeño. Le encantaba perderse entre los pinos, con
todos los sentidos alerta, porque en cualquier momento podía encontrar una
numerosa familia de hongos. Muchas veces estaban ocultos entre la hojarasca y
en ocasiones se les veía acechar entre las sombras. ¡Si tuviesen pies, en vez
de raíces, se habrían echado a correr!
Su mente volvió a la realidad y recordó
la historia que le habían mandado escribir en el colegio. La nueva propuesta le
había parecido más interesante que la redacción anterior. Aquella trataba sobre
"¿Qué te gustaría ser de mayor?" Elia había escrito sobre su interés
por ser actriz o directora y hacer películas. No se esmeró mucho. El trasfondo,
escondido en aquellas palabras apresuradas, era vivir las aventuras que
ocurrían dentro de la gran pantalla. Pero eso no lo puso.
Cada vez que iba al cine guardaba las
entradas, junto al recorte del cartel en blanco y negro que aparecía en el
periódico. Sin embargo; más que el séptimo arte, le gustaban los libros. Su
amor por las historias albergadas en los volúmenes comenzó a cultivarse desde
su más tierna infancia. Todas las noches, antes de que su mente se viese
inmersa en el mundo de los sueños, su padre les leía un capítulo de las Mil y una
noches. Su hermano y ella, acurrucados bajo las sábanas, no perdían detalle de
los relatos entrelazados que narraba Sherezade al sultán.
Uno de los libros favoritos de Elia era
La historia Interminable de Michael Ende. Cuando vio la película quedó cautivada,
pero siguió queriendo perderse entre sus páginas. Sentirse Bastian y poder
sobrevolar el mundo de Fantasía a lomos de Fújur.
Esta vez tenía que inventarse un cuento
en el que apareciesen ocho palabras que tuviesen especial relevancia dentro de
la trama. Sacó el cuaderno de la mochila. Leyó detenidamente los términos que
había dictado esa misma mañana la profesora y que habían quedado plasmados en
el papel milimetrado: pueblo, fuente, niño, peonza, anciano, gato, bruja y
árbol.
Su
imaginación de niña comenzó a crear un escenario para el cuento...
Una pequeña aldea escondida entre
las montañas. Tendría casitas bajas con postigos de madera y calles empedradas.
Todas las mañanas los pájaros saludarían al amanecer con hermosas melodías
anunciando una nueva jornada.
No le gustaba la soledad que se había
instalado en su pueblo y que parecía haber deshecho las maletas para quedarse.
En invierno uno era capaz de escuchar el eco de sus pisadas al caminar y no
cruzarse con nadie.
Durante el día, en su pueblo imaginario,
el bullicio invadiría todos los rincones. Por la noche los grillos cantarían
nanas que harían caer en un sueño dulce a sus habitantes.
En el epicentro de la pintoresca
localidad, se alzaría una antigua fuente de piedra. Estaría formada por un
pequeño estanque lleno de peces de colores y fa estatua de una mujer, condenada
a verter agua de su cántaro sin descaso. En tomo a ella se articularía la
plaza, salpicada de tiendecitas con escaparates que mostrarían diversidad de
productos para todos los gustos.
Uno de los protagonistas sería un niño,
Martín...
Martín, como cada mañana que pasaba
de camino a la escuela, tenía por costumbre pararse a observar una peonza que
decoraba, junto a otros juguetes de madera, uno de los escaparates. Le tenía
embelesado. Anhelaba poder hacerla girar y fusionar sus colores hasta formar un
torbellino imparable sobre su eje metálico.
Martín era un niño bueno. En casa
ayudaba a sus padres, era obediente y jugaba a cartas con su abuela. Quería
rendir en la escuela. De veras que lo intentaba, pero solía acabar dormido o
mirando distraído por la ventana. Esperaba paciente que las agujas del enorme
reloj, situado sobre la pizarra, señalasen la hora de salida.
Esa mañana, un hecho inesperado le
hizo volverse un poquito malo. El propietario de la tienda estaba despistado,
hablando con un hombre de gesto de pocos amigos y cara del color del pimentón
agridulce. Iba embutido en un traje muy elegante que parecía querer salir de su
cuerpo. Los botones y costuras gritaban pidiendo auxilio. El niño aprovechó ese
lapso de tiempo para colarse en la estancia y, en décimas de segundo, agarró la
preciada peonza; se la guardó en el bolsillo del abrigo y se alejó de la
escena. Sus pies y manos actuaron solos. Era tal el deseo de poseer aquel
objeto que no se paró a pensar en lo que estaba haciendo. No tuvo sentimiento
alguno de culpa ni un ápice de remordimiento. Sentía la felicidad de tener, por
fin, una peonza.
El dueño de la tiendecita era un
anciano que llevaba más de media vida creando juguetes de la madera. No había
cosa que le gustase más que sentir la alegría de los niños al disfrutar de las
piezas que él mismo tallaba. Los observaba en la plaza, se sentía orgulloso y
partícipe a la vez de esa felicidad tan única e irrepetible.
Ese día estaba triste. No por
descubrir que había desaparecido una peonza de la vitrina, si no por la visita
inesperada del dueño del establecimiento. Quería subirle el alquiler y no podía
hacer frente a esa nueva cantidad. ¿Qué iba a ser de él? Cabizbajo cerró la
persiana de la tiendecita y se perdió por las callejuelas, en dirección a su
casa.
Martín no se atrevió a mostrar la
peonza en clase. De vez en cuando metía la mano en el bolsillo y buscaba en el
fondo, para comprobar que aún seguía allí. Oculta, aguardaba poder ser libre y
danzar sobre su pie, aún sin desgastar por el contacto con el suelo.
Al salir del colegio, no consiguió
bailar la peonza. Justo cuando estaba a punto de lanzarla al aire, un gélido
viento comenzó a envolverle lentamente. Creyó ver a la mujer de la fuente con
los brazos extendidos hacía él. Sintió empequeñecerse. Intentó pedir ayuda. De
su boca no salieron palabras, solo aullidos lastimeros... ¡Se había convertido
en un gato!
La estatua de la fuente había
observado todo lo ocurrido y quiso dar una lección al niño. Miles de años atrás
había sido una temible bruja que surcaba los cielos sobre su escoba de
sarmientos. La gente procuraba no decir su nombre. Si algún osado se atrevía a
pronunciarlo, todos se estremecían de miedo. Un mago la condenó a pasar toda la
eternidad convertida en piedra. Las imparables manillas del reloj del tiempo la
habían ido cambiado sin darse cuenta. Su corazón frío e impasible fue, poco a
poco, llenándose de sentimientos al observar las vidas de los otros. La estatua
tenía un especial cariño por el anciano que deseaba hacer felices a los niños y
dibujar una sonrisa en sus rostros.
Martín, asustado, corrió sin rumbo. Se tropezaba una y otra vez
con las patas que no conseguía coordinar. Intentó subir a uno
de los árboles de la plaza para
esconderse.
Tras varios intentos fallidos,
consiguió
llegar a las alturas clavando las
garras en la rugosa corteza. Una vez arriba, se escondió entre las ramas. Se
hizo un ovillo y se durmió pensando que todo era una pesadilla.
A la mañana siguiente se despertó.
Se estiró con tranquilidad y abrió los ojos desorientado. ¡Estaba en la copa
del árbol y seguía siendo un gato!
El anciano llegó a su tiendecita,
abrió la puerta, encendió las luces y puso todo a punto. Se sentó en el
peldaño, recubierto con losetas, de la entrada y comenzó a comer una manzana
reineta. Era su costumbre matinal. Disfrutar de la plaza, aún vacía, mientras
saboreaba una pieza de fruta.
Su mirada cansada se posó en uno de
los castaños cercanos a la fuente y en el gato que intentaba bajar de sus
ramas. Entró de nuevo en la tienda y salió con una escalera bajo el brazo. La
colocó apoyada en el tronco y subió decidido a ayudar al felino.
- Ven, bonito, ven. No quiero
hacerte daño. ¡Mira que no poder bajar! No te preocupes, está aquí Braulio para
ayudarte.
Martín vio como unas manos toscas
intentaban aferrarlo y se alejó de ellas. Finalmente le atraparon.
Braulio lo llevó consigo al interior
del taller. Lo dejó en el suelo, sobre su chaqueta, y retomó su labor. Estaba
tallando un avión de madera.
Pasaban las horas y nadie cruzaba el
umbral. De vez en cuando, algún niño pegaba las manos al cristal dejando sus
huellas. Martín sintió la tristeza en aquel lugar. Tuvo que luchar contra ella
para que no quedar atrapado. Se acercó al anciano. De un brinco, se subió a la
mesa de trabajo y le puso una patita en la cara.
- Eres un gatito muy simpático.
¡Tengo un gran pesar! Ya nadie se interesa por mis juguetes. De todas formas...
¿qué más da? Dentro de nada tendré que cerrar.
Así fue como el niño se enteró de la
pena del anciano. Se sintió muy mal por haberle robado la peonza. Tenía algunas
monedas ahorradas ... ¿Cómo había podido hacer algo así?
Martín permaneció atento, apenas sin
pestañear, escuchando a Braulio hablar. Le contó acerca de su niñez. Eran once
hermanos. Vivían en un pueblecito pequeño y humilde en el que la mayor parte de
las familias trabajaban en el campo. Sus hermanos mayores pronto pusieron rumbo
a la gran ciudad. Allí encontraron trabajo y un hogar entre bloques de hormigón
y calles de asfalto.
Él, en cambio, quiso hacer algo
diferente. Todo fue gracias a un profesor, que le animó a dedicarse a lo que le
gustaba. "Todos tenemos algún don y no debemos desaprovecharlo". Le
dijo una vez, al descubrirle tallando en clase un soldadito de madera. ¡Su
querido maestro! ... También recordaba la imprenta de gelatina con la que
hacían las copias del periódico de la escuela. Los ejemplares todavía los
conservaba como un tesoro, dentro de un baúl.
Sin darse cuenta, llegó la noche y
el manto de estrellas iluminó el firmamento. Braulio se puso su abrigo de
cuadros y se enroscó la bufanda alrededor del cuello. Martín se despidió del
anciano como lo haría un gato y regresó a la copa del árbol que le daba cobijo.
Allí se volvió a hacer una bolita y se durmió.
La estatua pensó que ya era hora de
dar por finalizada la lección. Revirtió el hechizo en un abrir y cerrar de
ojos. Martín se despertó en su mullida cama, pensando que todo había sido fruto
de su imaginación. ¿O quizás no?... ¡Una hoja de castaño descansaba sobre su
almohada!
El niño quiso ayudar al anciano.
Remendó su acción, entrando en la tienda, pidiendo perdón y comprando la
peonza.
En el colegio jugó con ella en el
patio y todos los niños desearon tener una igual.
Así fue como la tienda de Braulio
volvió a ser lo que era antaño. Se llenó clientes y pudo pagar el alquiler.
Elia llegó a casa junto a su hermano.
Saludaron a su padre. Su madre todavía estaba por llegar del trabajo.
- ¿Qué tal hoy en la escuela? - Les
preguntó su padre. Elia respondió con una voz aguda, cargada de emoción:
La profesora nos ha dictado ocho
palabras y con ellas tenemos que crear una historia.
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