Siguiendo
con la serie iniciada con los ganadores del III Concurso de Cuentos de
la asociación, continuamos con otros dos de los trabajos que se
presentaron al concurso:
Autor: Francisco Cabrera Cobos
Don Pedro, un maestro rural
Ahora, sentado en un banco de la plaza
del pueblo y tomando este esplendido sol de junio, veo pasar a los niños que
acompañados de sus madres se dirigen al colegio, y se me viene a la mente
cuando antaño yo, siendo un niño, recorría más de cuatro kilómetros todos los
días para asistir a la escuela. Hiciese frío o calor, siempre, por un camino
solitario lleno de barro o de polvo, dependiendo de la época del año, recorría
esa distancia por duplicado, y jamás mis padres escucharon la más mínima queja
de mí. Me encantaba ir a la escuela y disfrutaba todos los días con las
enseñanzas de don Pedro, mi maestro.
Vivían mis padres en un caserío alejado
del pueblo y allí cuidaban el ganado y las tierras de don Ambrosio. Siempre con
olor a excrementos y pasando todo tipo de miserias. Mis amados padres no
sabían leer ni escribir y siempre que recibían alguna carta tenían que acudir a
que don Pedro se la leyese y le explicase su contenido. Así como a
confeccionarle un escrito de cualquier tipo, y os puedo asegurar que tenía don
Pedro la más bella letra que yo he visto jamás, e incluso antes con las
máquinas de escribir, y hoy con los ordanadores, me sigue gustando más la
caligrafía tan bella, perfecta y cuidada de don Pedro. ¡Aún conservo algún que
otro escrito de él!
No deseaban mis padres que su hijo
viviese de la misma forma que ellos, y preferían que yo aprendiese a leer y a
escribir, y más tarde cuando fuese mayor poder trabajar y vivir en el pueblo
con las demás personas, y así poder disfrutar de todos aquellos placeres que
ellos en su apartado lugar no disfrutaban jamás.
Me encantaba la Gramática y las
Matemáticas y el maestro nos decía que teníamos que aprenderlas bien porque
sería lo que más utilizaríamos en nuestra vida cotidiana.
Don Pedro era un buen maestro, que le
encantaba enseñar; un profesor que no era defensor del famoso dicho: “la letra
con la sangre entra”.
- ¡Menudo dislate! ¿A quién se le pudo
ocurrir? Todo embuste repetido miles de veces se transforma en verdad para la
mayoría de los ciudadanos. - Decía don Pedro cada vez que escuchaba la pésima
frase. No castigaba jamás a ninguno de sus alumnos, solo se conformaba con
echarnos alguna reprimenda y hacernos prometer que ya no lo haríamos más. Y
siempre acababa diciéndonos: “Sabed que cumplir la palabra dada es lo que más
honra a una persona.”
Más de un padre le decía al maestro que
si su hijo se portaba mal tenía permiso para castigarle con el palo, y don
Pedro siempre le respondía que en su escuela, mientras él estuviese, no se
usaba la férula ni ningún otro tipo de tortura. “Hay que educar con el amor no
con el dolor”. Era la frase predilecta del maestro.
- El saber enseñar -nos decía siempre
don Pedro- es el arte de transmitir a los demás el deseo de conocer la utilidad
de cada cosa.
Era don Pedro, rechoncho, con principio
de calvicie, y un buen mostacho con el que aparentaba ser más fiero de lo que
en realidad era. A igual que el poeta Machado estilaba don Pedro un pobre
desaliño indumentario, cosa muy habitual en cualquier maestro de la España
rural. El sueldo de don Pedro no daba para grandes desembolsos y si vivía algo
mejor era gracia a la generosidad de sus vecinos que siempre contribuían con
longanizas, frutas y verduras, cada uno en la medida que le era posible; y las
mujeres les confeccionaban o reparaban la pobre vestimenta que don Pedro
poseía. También, es verdad, que el maestro llegado el tiempo de la cosecha
jamás se privó de ayudar a las familias más necesitadas a recoger sus frutas,
segar sus trigos o cualquier otra ayuda que le solicitasen.
Algo menos de treinta niños, de
diferentes edades, asistíamos la escuela y a todos nos transmitía el maestro su
amor al saber, a
conocer la naturaleza, a respetarla y a
sacar provecho de todo aquello que ella generosamente nos ofrecía. Él decía que
solo puede respetar la naturaleza aquel que la conoce de verdad. Todos los
meses aprovechaba un día, Don Pedro para salir al campo con sus alumnos y nos
iba mostrando las plantas, los insectos, las setas, los árboles, los pájaros,
los minerales, y allí sobre el terreno mantenía animadas conversaciones con
nosotros para explicarnos el porqué y el para qué Dios había colocado cada cosa
en la naturaleza.
- Todo tiene su utilidad, todo cumple
alguna función en este mundo.
- No se cansaba de decirnos una y otra
vez nuestro apreciado maestro.
Era, don Pedro, muy partidario de las
redacciones porque para él era una muy buena forma de que los niños
aprendiésemos a escribir correctamente: sin faltas ortográficas. Y aprovechaba
las salidas al campo para que les explicásemos en el papel lo que habíamos
visto y lo que habíamos aprendido. También tenía el buen maestro en la escuela
una pequeña librería donde sus alumnos podíamos tomar el libro que más nos
gustase, y podíamos llevárnoslo a casa para leerlo e ir habituándonos a la
lectura. Jamás, que yo sepa, se perdió ningún libro y se asombraba el maestro
de cómo los libros después de pasar por tantas manos de niños se conservaban en
tan buen estado. Todos sus niños aprendimos el valor de un libro, y a
comprender que había que cuidarlos porque detrás de nosotros vendrían otros
niños que también lo iban a necesitar.
Seguía el maestro la costumbre
instaurada en todos los pueblos españoles de ir por las tardes a la taberna del
pueblo y allí en tertulia con los vecinos intentaba, consiguiéndolo en menor o
mayor medida, según el interlocutor, inculcar sus ideas y su forma de ver la
vida. Con esto consiguió que incluso aquellos vecinos que no eran partidarios
de sus pensamientos lo llegasen a respetar y a querer.
El día que después de más de veinte
años el maestro abandonó el pueblo no hubo ni un solo vecino que no saliese a
despedirlo, y todos lamentaron su pérdida.