DIEZ Y OCHO SUEÑOS
Llegaron por la noche muy cansados. Interminables horasacurrucados en un enorme autobús, en asientos de madera. Devez en cuando salía humo del motor y conductor se detenía encualquier parte sacaba una garrafa y echaba agua por un agujerodel motor. Los niños y las niñas a provechaban para salir corriendo a buscar un escondite para hacer pipí. Ya faltaba poco para llegar desde su montaña.
Ellos habían pintado, con permiso del dueño, Don Cristóbal, cada uno su palmera. En total diecisiete. Ninguna se parecía a la otra.
¿Por qué palmeras? Porqué habían recibido una postal de Cuba donde se veía el mar al fondo y palmeras muy esbeltas en una playa muy larga. Decidido por Ismael.
Después de comer volvieron cabizbajos a sus asientos. Todos querían la ventanilla para apostar quien del grupo había visto primero el mar. Su gran sueño compartido.
- Falta poco.
El maestro los consolaba acariciando sus cabezas uno a uno. Sudaban, callaban y esperaban. Se hizo de noche y entre sueños escucharon un rumor que no conocían. Parecido al viento entre las hojas de sus árboles en otoño.
- Aunque no lo veis es el mar. Ese ruido son las olas que se colocan una detrás de otra para llegar a la playa. Con ese misterioso ruido volvieron a soñar toda la noche.
Ismael fue el primero en despertar se lavó la cara como los gatos y salió corriendo. Sorpresa… sus compañeros y las ocho niñas ya le esperaban en el pasillo. Era el líder y no iban a ninguna parte
sin él por delante. Ya desayunarían más tarde.
- De dos en dos y cogidos de la mano. El maestro los colocaba en su sitio por alturas.
Obedientes, nerviosos cambiaron los cuadernos de mano, algunos lápices rodaron por el suelo. Con el maestro en cabeza empezaron a bajar hacia Su desconocido mar.
En algún sitio habían leído que el mar no tenía dueño.
Ellos eran los dueños de los mares.
De momento todas las casas eran blancas y sus ventanaspintadas de azul y reflejaban la luz del sol. En su pueblo eran de piedras, marrones con ventanas pequeñas para guardar el calor.
En la escuela tenían estufa de leña encendida casi nueve meses de doce. En un rincón su trajinada, pequeña y querida imprenta.
Al cabo de cinco minutos desaparecieron las casas. Un paseo con árboles. Un poco más. Olían el mar y escuchaban sus olas.
El corazón les latía en el pecho con fuerza. El maestro se paró.
Los niños y las niñas se soltaron de la mano. Los que iban a la derecha se colocaron a la derecha del maestro, los que iban a su izquierda a la izquierda del maestro. Formaron una línea de
sombras. El último Jonás.
Callados, entornaron los ojos ante la salida del sol.
Inmenso, redondo de color naranja todavía la mitad escondido en el horizonte. Intentaban mirar pero la luz tan intensa les obligaba a cerrar los ojos y a bajar la vista. De reojo poco a poco se hizo de
día.
Calor.
El ruido, el olor, la vista…¿ Donde estaban ?
¡¡¡Su sueño cumplido con su maestro!!!!
Toda la vida recordarían aquel momento. Delante el color amarillo de la arena, a lo lejos el azul y el verde del mar y en medio una rayita blanca que iba y venía. Las olas.
Ismael fue el primero en salir corriendo y al instante todos detrás.
El maestro intentó detenerlos pero al final se lo pensó y les dejó hacer. Mejor, así no verían las dos lágrimas que asomaban de sus ojos. Dos años esperando este momento. Una por año.
De pronto se pararon ante la primera ola. Cogieron unas cañas y antes de dar otro paso metían la caña delante y así hasta que el agua les llegó a las rodillas. Estaba muy fría, la arena no les mantenía y cayeron de culo. La siguiente ola les cubrió la cabeza y las niñas gritaron asustadas, los niños, por vergüenza volvía a
cuatro patas a la orilla escupían el agua salada. Hasta que se cansaron de entrar y salir agotados
El maestro los contó. Faltaba uno.
Miró hacia atrás y vio a Jonás a sus espaldas protegido por su sombra. Aquel niño tenía fiebre.
Ya su abuelo no quería que fuese en aquel viaje pero el niño huérfano, insistió tanto que al fin le dejó marchar. No tenía apenas equipaje, un hatillo con cuatro ropas y un trozo de jabón.
Puso una condición: que Marta y María cuidarían del niño todo el
día y le darían la medicina a sus horas.
Después de estar toda la mañana en la playa volvieron contentos a la pensión a comer. Sardinas recién hechas con trozos de pan.
Pocas veces habían comido pescado y las espinas les molestaban entre los dientes. El maestro iba, uno a uno, por detrás de la mesa enseñándoles como tenían que separar la carne de la espina.
De postre ¡naranjas¡ pequeños soles en miniatura. Las peladuras al bolsillo.
Por la tarde el maestro no les dejó salir hasta las seis. Les dijo que tenían la piel muy fina y el sol les podía quemar. Los mandó a todos a descansar. Ellos estaban deseando volver a su habitación para dar el interruptor de la luz y contemplar que la bombilla no se apagaba ella sola como las velas, permanecía siempre encendida hasta que volvían a dar el interruptor.
Un día colgarían una encima de su imprenta.
Una hora antes de lo previsto escucharon al maestro que les llamaba y bajaron como siempre corriendo. Ismael el primero daba la mano a Jonás. Detrás Marta y María
- Vamos a ver la Lonja de pescado. Un mercado de ganado perode peces. Vale?
Estuvieron dos horas viendo como descargaban las barcas. Como sacaban las cestas llenas de todos los peces del mar.
Dibujaron pulpos, cangrejos, estrellas, rapes, caracolas…. No les daba tiempo a mirar y a pintar y los pescadores se reían al ver su afán de verlo todo.
Cuando terminaron les regalaron una cesta llena de pescado para cenar aquella noche.
Todos querían llevar la cesta aunque no se atrevían a meter la mano porque muchos peces se movían. Sólo Ismael levantó orgulloso un pequeño pez que se le fue de las manos al suelo, allí saltaba y saltaba.
Plateado, lleno de luz.
Ahora ya están en la escuela. Todos los padres salieron a recibirlos a la plaza. El primero en esperar fue el abuelo de Jonás.
Cuando vio a su nieto no lo conocía. Marta y María le dieron su medicina a sus horas y el sol borró su palidez.
- Abuelo quiero volver al mar. El abuelo le dijo que si con la cabeza. No podía hablar.
Al cabo de una semana en el suelo de la escuela han colocado una madera grande y cada uno ha colocado sus tesoros en forma de conchas y caracolas recogidas donde llegan las olas. Las niñas han traído hasta espinas de pescado recogidas a escondidas de la lonja. Han reconstruido Su mar y Su pueblo. La
concha más grande para la iglesia, la blanca representa su pensión, tres marrones la lonja…
El olor de las pieles de naranja puestas cerca de la estufa caliente impregna el ambiente. Ese olor les trae recuerdos de aquellos días imborrables en sus vidas.
- Quien se metió en el mar? Pregunta el maestro.
Todos levantan la mano. Todos miran a Jonás.- Los metí un poquito. Ríen.
Nostalgia. ¿Volverán a verlo? Quien sabe.
Continúan pegando conchas alrededor de la estufa y cada uno piensa en la sensación que tuvo cuando el agua les llegaba a las rodillas. Lo que no olvidaran nunca, nunca el amanecer el primer día con su maestro en medio de su fila como un gigante que les protegía y les descubría Su mar. Algunos todavía guardan arena
en sus bolsillos.
El maestro no los oye, mirando el verde de los árboles sonríe con sus corsarios.
Sus alumnos han visto el azul del mar, el amarillo de su arena y el blanco de sus olas.
Ahora intentan imprimir en sus libretas aquellas sensaciones, unos dibujan peces, las niñas barcas con velas blancas, pero uno dibuja una ballena que parece blanca con un hombre encima, sentado en su lomo como si fuera un caballo, que sonríe, parece muy feliz y la ballena lo lleva, con cuidado, hacia un horizonte que brilla como el sol del mediodía y que se hunde, poco a poco, en un abismo sin fin.
Ismael.
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