A lo que queda después de la quema.
El abuelo se sienta cada día en el mismo banco del paseo marítimo, allí espera a que los demás vuelvan de la playa.
Nunca baja con ellos.
Martín cree que le pasa algo, quizás que no le gusta andar descalzo por la arena, o el agua salada del mar. Esta mañana, antes de que vengan sus amigos, va a preguntárselo.
Tiene unas monedas guardadas de la paga de los domingos y compra dos granizados de limón en el chiringuito. Se acerca al banco y se sienta al lado del abuelo que mira el mar tan fijo que pareciera que ni parpadea.
Hola, abuelo, toma, te he traído esto -el anciano coge el vaso cona mano izquierda mientras con la derecha revuelve el pelo corto y moreno del nieto-
. ¿Por qué no bajas a la playa con nosotros?
- El mar me da miedo, hijo -responde después de un silencio.
- ¡Lo sabía!, pero si no te metes muy adentro no pasa nada y además hay socorrista. ¿Quieres que vayamos juntos y te dé la mano?
El abuelo sonríe ante la ocurrencia del niño, pero enseguida el gesto se le endurece.
- No, no es eso. Me recuerda una cosa que pasó hace muchos años, cuando era un niño como tú. ¿Quieres que te la cuente?
Martín mira alrededor buscando a sus amigos y como no les ve se recuesta en el banco y sube y baja la cabeza en un gesto afirmativo.
- Al principio de la guerra, ¿has estudiado ya la Guerra Civil en la escuela?
- No, no me suena.
El abuelo suspira y Martín piensa que va a volverse otra vez a mirar al mar. Pero en cambio le echa el brazo por los hombros y se acomoda a su lado.
- Yo tendría más o menos tu edad. Entonces vivía en el pueblo.
Había venido a la escuela un maestro catalán. Aquel curso fue muy divertido . Trajo con él una pequeña imprenta y nos dejaba escribir lo que queríamos . También bailábamos.
- ¿Una imprenta?, ¿qué es?, ¿como un ordenador?
- No sé cómo explicártelo, íbamos poniendo unas letras metálicas una detrás de otra, formando el texto, era lo más difícil, porque había que ponerlas del revés. Luego las untábamos de tinta. Poníamos encima el papel y con un rodillo se marcaban las letras. Bueno, eso ya te lo contaré mejor otro día...
El caso es que el maestro quería llevarnos a conocer el mar. En aquellos tiempos solo Julio lo había visto una vez que fue a visitar a un tío a Bilbao. Decía que era muy grande, muy azul y que daba un poco de miedo meterse.
Yo desde que lo había dicho no podía dejar de pensar en ello, pero en casa no querían oír hablar ni del mar ni del maestro.
A padre nunca le gustó, como a muchos de los mayores. Decían que no hacía más que meternos ideas estúpidas en la cabeza. Y además pronto empezaría la siega y ese año me tocaba arrimar el hombro.
- La siega sí que sé lo que es -interrumpe el niño-. Lo vimos en una fiesta que hicieron en verano.
- Mi abuelo Paulino se había propuesto atrapar a la comadreja -continúa-. Esa alimaña estaba atacando el gallinero desde hacía unas semanas. Construía una jaula-trampa con palos mientras padre afilaba las hoces sentado en un madero y yo insistía en lo del mar. Padre zanjó la discusión con un juramento.
Miré al abuelo, que siempre se ponía de mi parte, pero aquella vez siguió atando palos con cáñamo, como si no estuviéramos allí.
Padre entró en la casa y yo me senté en el tronco que él dejó vacío. Le pregunté al abuelo qué pasaba, qué tenía de malo el mar para que padre no me dejara ir. Él me miró, aunque creo que no me miraba a mí, sino a lo lejos, a la Loma.
- Llegan malos tiempos, hijo. Es mejor no saber, volverse ciego, sordo y sobre todo mudo -dijo y siguió con la jaula.
Ciego, sordo y mudo, esas tres palabras rebotaron en mi cabeza durante toda la tarde. Había quedado con Isidro y Julio para cazar ranas en el remanso que hace el río un poco más arriba del molino. Ellos no creían que mi abuelo tuviera razón.
- Imagínate cómo iba a poder coger esa rana, si ni la veo ni la oigo -dijo Isidro andando descalzo por los grijos con los ojos cerrados y las manos extendidas hacia la charca.
- O cómo íbamos a poder colocar las letras de la imprenta para componer los escritos -argumentó Julio.
-No sé, no creo que se refiera a eso. Se lo preguntaré al maestro cuando lo vea .
Volvimos a casa con media docena de ranas cada uno y unos cuantos cangrejos. Después de cenar convencí al abuelo de que me dejara hacer guardia con él para esperar a la comadreja. Nos apostamos en la leñera, una choza que había construido Padre entre la casa y el corral.
Empezaba a hacer frío y me acurruqué en un rincón. Solo se oía un coro de grillos y ranas que salían a la fresca después de un día caluroso. Me hubiera gustado decirle al abuelo que cuando volviera a la escuela, en septiembre, quería escribir con la imprenta del maestro un cuadernillo para explicar a los niños de otros lugares cómo eran los animales que viven en nuestro campo, pero me quedé dormido.
Soñé con el mar, o con lo que me imaginaba que era el mar. Como un campo de trigo a punto de segar, movido por el viento ...
Me despertó un ruido, un golpe fuerte, y luego el silencio.
La mano de mi abuelo estaba sobre mi hombro y me impedía moverme.
-¿Qué pasa?.¿Es la comadreja?
-Calla.
Oímos el ruido de un motor. Nos quedamos así mientras acabó de amanecer y solo nos levantamos cuando empezamos a oír voces familiares, casi susurros. Padre y otros vecinos salían a la calle mirando alrededor.
Me dijo que me metiera en casa, pero no le hice caso. Les seguí hasta la escuela. Las ventanas estaban abiertas. Restos de nuestros cuadernillos quemados delante de la puerta y las letras de la imprenta desparramadas por el suelo, cubiertas por el polvo reseco de la Loma.
Quise preguntar qué había pasado, quién había hecho eso, pero entendí que era tiempo de ser ciego, sordo y mudo. Me agaché y cogí una de las letras de la imprenta y la guardé en el bolsillo.
Cuando volvimos a casa la comadreja estaba en la jaula. Enfurecida, enseñaba los dientes. Padre quería matarla, pero el abuelo dijo que no, que ya había habido bastantes muertes por aquel día.
No supe qué quería decir, pero no pregunté.
La subió al carro y la llevó lejos. Tendría que buscarse otro hogar.
Nunca más volvimos a ver al maestro.
- ¿Y crees que al maestro lo mataron por querer traeros a ver el mar?
- No lo sé, hijo, no lo sé, supongo que por eso y por más cosas.
El abuelo mete la mano en el bolsillo de su pantalón de tergal, saca algo y se lo da a Martín. Es una pieza pequeña, metálica.
Una "M".
Queremos restaurar la antigua escuela de Bañuelos de Bureba en Burgos y crear en ella un Museo-Taller Pedagógico de las Técnicas Freinet. Que se convierta en un lugar de encuentro en torno a un tipo de educación que respete profundamente a los niños y niñas y un espacio en memoria y homenaje a Antonio Benaiges, maestro de Bañuelos, asesinado en 1936 por la represión fascista.
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Aunque ya había leído el cuento, en el libro, al verle aquí escrito y con esas preciosas ilustraciones..., me ha gustado un montón. Mis felicitaciones a Mª Jesús como autora del relato. Enrique.
ResponderEliminarMuchas gracias, Enrique. Me alegro de que te haya gustado. MªJesús.
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